La gran esperanza de la Iglesia para el siglo XXI

En nuestros días de incerteza, las palabras del Dr. Plinio aparecen como un extraordinario rayo de luz que refulge en el horizonte. Según ellas, las reservas humanas que servirán de base al siglo XXI se encuentran en el continente nacido de la colonización luso-española.

 

Plinio Corrêa de Oliveira

En cada época de la Historia, Dios suscita un pueblo para realizar sus maravillosos y sabios designios. Así, mientras algunas civilizaciones conocen su ocaso, otras van siendo erguidas por las manos de la Providencia. Tal hecho se verificó, por ejemplo, con los pueblos judío, egipcio, asirio, caldeo, persa y europeo.

Atardecer de la civilización occidental

Ahora bien, estamos nuevamente en la tarde de una civilización.

El hombre occidental ya no encuentra encantos en la libertad de la cual abusó, en la igualdad con que soñó y en la fraternidad que no realizó. Su economía pujante, orgullo de sus antiguos días, fue devorada por la superproducción. La filosofía, a la cual irguió un altar en su admiración, se fue a beber en corrientes envenenadas a las cuales no resisten pueblos ni civilizaciones. Le sirven de lecho funerario los escombros de sus glorias pasadas.

En esta tarde de civilización, que amenaza ser la tarde de la propia humanidad, vemos solo dos factores realmente capaces de abrirle al hombre una ventana salvadora sobre el futuro: en el plano espiritual, la Iglesia Católica, y en el plano terreno, América Latina.

Una antigua leyenda nos cuenta que a la vera de cierto lago había una roca que crecía a medida que las olas la acometían, de tal suerte que nunca quedaba sumergida, aún en las mayores tempestades. Hoy en día, esa roca es la Piedra, la Cátedra de Pedro, que se ha abultado con las revoluciones, mofándose de las herejías, creciendo en vigor a medida que sus adversarios crecen en rencor. Hace ya veinte siglos ella viene esparciendo agua bendita sobre sus adversarios postrados en el camino.

Asistió al nacer de todos los países de Occidente. Los vería morir sin recelo por sus propios días, que no se cuentan con la brevedad de los días de una nación.

En su doctrina divina, tiene todos los tesoros espirituales y morales necesarios para solucionar todas las crisis. En este mar revuelto del siglo XX naufragan hombres, ideas y fortunas. Sólo ella continúa y será via, veritas et vita, que la humanidad ha de aceptar, para levantar un vuelo salvador sobre el propio abismo que amenaza tragarla.

Para actuar, sin embargo, ella también se sirve de factores humanos. Y, de estos, el más promisorio es América Latina.

Un continente reservado para el día de mañana

La afirmación puede parecer osada. Pues, en general, se tiene la idea – más o menos consciente – de que los pueblos latinoamericanos ocupan una posición secundaria en el mundo actual. De hecho, en el concierto de los países desarrollados, estimulados por el mecanicismo, por el capitalismo y, no raras veces, por el materialismo, siempre estuvieron al margen, como una zona de sombras, las naciones oriundas de Portugal y de España.

Objetos de esa especie de preconcepto internacional, nos queda la impresión de que los acontecimientos y realizaciones ocurridos en nuestros países no tienen sino una importancia secundaria, como corolario normal de aquello que se encuentra en un segundo plano. En esa situación, es casi inevitable que concibamos que el destino de la gigantesca crisis contemporánea – y, por lo tanto, el propio futuro de la humanidad – será decidido entre los pueblos de primera línea, cabiéndonos tan solo aceptar la resolución de los grandes.

Esa concepción, no obstante, es precisamente falsa.

Tengo la convicción de que, para el día de mañana, la gran reserva es América Latina. Ante todo, porque somos el bloque más grande de población católica en la faz de la Tierra. No hay, entre nuestros países, ninguno cuya aplastante mayoría de los individuos no siga la única y verdadera Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo.

Somos, además, un conjunto católico particularmente unido, siendo de la misma raza. A pesar de las más diversas y numerosas inmigraciones, la tónica es latina, enriquecida por el hecho de que castellanos y portugueses son pueblos muy fraternos y afines. De ahí resulta la homogeneidad cultural y religiosa, ocupando una vastísima continuidad territorial.

Añádase a esa identidad de raza y de religión la inestimable ventaja de que, gracias a la benevolencia divina, poseemos inmensos recursos naturales que no fueron consumidos de manera errónea por una civilización excesivamente técnica, como es la de los países anglosajones. Estos se desarrollaron con mayor rapidez, sin embargo, la industrialización agotó sus excelentes medios naturales, que ahora se encuentran disminuidos.

América Latina, por el contrario, podrá cultivar mañana sus magníficas riquezas materiales sin los errores cometidos por esos pueblos. Entraremos al siglo XXI con muchas extensiones de nuestro territorio como hojas de pergamino aún en blanco, en las manos de la Providencia. Y aunque nuestro progreso sea más lento y menos técnico, ha de ser, sin embargo, de modo orgánico, una vez que podemos explotar nuestros recursos con espíritu católico y latino. He aquí un precioso don que nos obtuvo María Santísima: tener la sutileza, la plasticidad, la flexibilidad y el genio latinos, así como la latina claridad de vistas y de entendimiento. Esa es una inmensa ventaja, si nuestros pueblos fueren seriamente católicos.

Con todos esos predicados espirituales y materiales, estamos aptos para, por medio de una profunda correspondencia a la gracia divina, convertirnos en un todo de grandes naciones católicas, cuyos brillos relucirán lado a lado, sin ofuscaciones ni rivalidades. Y si tuviéremos fe y virtud, ninguna gloria nos será negada.

Entonces, para el día de mañana, la magna posibilidad viene de los pueblos latinoamericanos, esa gran reserva que la Providencia separó para sus horas de esplendor. Reserva que carga, hasta cierto punto, el peso de sus propias infidelidades y merecidas puniciones. Estas, no obstante, son castigos regeneradores, pues Dios pune sobre todo en esta Tierra las faltas de correspondencia de aquellos a quien Él más ama y desea, por un correctivo, convertir y salvar.

Así también, las naciones que fueron punidas tienen posibilidades de rehabilitarse, de perseverar en el bien y de ser conducidas por el Divino Espíritu Santo, a ruegos de María, al punto central de la Historia.

El siglo XXI será nuestro

Cuando, por lo tanto, de la inmensa caldera en que hierven los restos de nuestra civilización emerjan los primeros principios de un nuevo orden de cosas, teniendo como base el respeto a la Iglesia, a la propiedad y a la familia, solo América Latina ofrecerá al mundo un camino para ser edificado, con sus regiones inmensas, que las crisis económicas no agotaron, y sus pueblos con reservas morales sólidas, que hasta allá habrán pasado por el crisol del sufrimiento, y en él habrán formado su temple de pueblos fuertes.

América Latina es, entonces, el gran laboratorio donde la nueva civilización católica se va a erguir. El mismo factor sobrenatural que, en el siglo V, propició la conversión de Europa y la hizo fructificar en la Edad Media, hará que brote de aquí, no la cristiandad medieval, sino la plenitud que esta debería haber alcanzado, si no hubiese decaído.

Sí, la gran esperanza de la Iglesia para el siglo XXI es América Latina, esas inmensidades de gentes, de tierras y de riquezas que se extienden desde el norte de México hasta los extremos glaciales de la Patagonia.

El siglo XXI será nuestro, como el siglo XX es de los Estados Unidos, y el siglo XIX fue de Europa colonialista.


(Revista Dr. Plinio, No. 12, marzo de 1999, pp. 10-12, Editora Retornarei Ltda., São Paulo – Trechos, con adaptaciones, de material del Legionário, No. 130 del 15/10/1933; de la Folha de São Paulo del 29/12/1979 y de conferencias).

Last Updated on Monday, 02 December 2019 16:50